Aprender a desobedecer

LA POSTAL - ENSAYO 27 de febrero de 2020 Por Exégesis Diario
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"Entre realidad y saber hay siempre un vacío en el que se ejerce, en mayor o menor grado, una intencionalidad política. El saber está siempre atravesado de alguna manera por el poder, y el debate sobre la desobediencia en la educación debe ocuparse de esta tensión. Obediencia y desobediencia en el saber no deben entenderse como términos opuestos sino como momentos diferenciales o alternantes en toda progresión en el curso del saber. El poder se enmascara detrás de diversas nociones caras al saber institucional: neutralidad, objetividad, razón, método, claridad, distanciamiento, cordura. Conocer la forma en que estas categorías son utilizadas por el saber para someterse al poder y enmascararlo es una condición fundamental para aprender a desobedecer, y para, llegado el momento, considerar qué se debe desobedecer. Que ha llegado el momento del delirio, de la fiesta del saber". Pedro Bustamante es arquitecto, artista, escritor y uno de los investigadores más versados en simbología, ocultismo y mitología en idioma español. En esta oportunidad desde Exégesis Diario compartimos su brillante ensayo "Aprender a desobedecer".

Por Pedro Bustamante.

“El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría. Prudencia es un doncella rica, fea, y vieja a la que corteja Ineptitud”  (Blake 1790, 99). 

El poder atraviesa el saber

Entre realidad y saber hay una distancia infranqueable. El hombre intenta conocer el mundo pero éste nunca se deja aprehender por completo. Es en esta distancia irreducible donde se sitúa la intencionalidad del saber, a la que éste no puede renunciar. El saber nunca es neutro y, lo quiera o no, lo reconozca o no, siempre se ve obligado a rellenar ese vacío con algún tipo de intención. Nietzsche lo dijo al hablar de la Historia. Sólo sirve si es para algo, para utilizarla en el presente. Si no es letra muerta. “La voz del pasado es siempre un oráculo. Tan sólo si eres arquitecto del futuro y conocedor del presente la comprenderás. [...] Es tiempo de reconocer que sólo el que construye el futuro tiene derecho a juzgar el pasado” (1874, 103). No se piensa en abstracto, se piensa para algo, por algo. Deleuze dice “se escribe para el pueblo” (1996, “A”), por el pueblo, en lugar del pueblo. O lo dice de otra manera al hablar de los “personajes conceptuales”, una especie de personajes literarios, implícitos al “crear” filosofía (1991, 79-104). Hablar de realidad y de saber —de un saber con respecto esa realidad— es en el fondo hacerlo de naturaleza y de artificio, entre los que, análogamente, hay una distancia infranqueable atravesada por una motivación. Es importante poner en relación la dialéctica entre realidad y saber con la de naturaleza y artificio, porque la primera remite en última instancia a la segunda. Porque la intencionalidad del saber es, obviamente, desde que el hombre es hombre, el dominio de la naturaleza, el dominio de unos hombres sobre otros (Horkheimer y Adorno 1944, 59-95). La intencionalidad que tensa, se quiera o no, se reconozca o no, la relación entre naturaleza y artificio, entre realidad y saber, es por lo tanto de orden político, de ejercicio del poder. El saber está siempre atravesado de alguna manera por el poder. Nunca es neutro, objetivo, distanciado, ni siquiera universal; siempre es, en mayor o menor medida, subjetivo, intencionado, parcial, de parte. Hoy que precisamente queda ya tan poca política en los parlamentos tiene más sentido si cabe hablar de la dimensión política del saber.

La naturaleza, o la realidad, de que hablábamos, no pueden ser completamente aprehendidas por el saber humano. Todo lo que el saber pueda decir sobre ellas no deja de ser una construcción artificial, intencionada. En su esfuerzo por conocer la naturaleza, por poder sobre ella, el saber la va haciendo cada vez más artificial. Nunca puede abarcarla del todo. El saber oficial pretende hacernos creer que la naturaleza responde a unas leyes descubiertas por la ciencia, pretende ocultar que este modelo legalista no es más que una transposición al saber de una forma de poder, de una forma de dominación. Esta dimensión política de la ciencia, y antes que política, teológica, es decir, de dominación de la fuerza divina sobre la naturaleza inerte, es particularmente evidente en los Principia de Newton (1687, 617-621). Pero la naturaleza siempre es más compleja e inaprehensible que cualquier estrategia de poder o de saber humano, y si acaso el hombre es capaz de dominar algo de ella sólo es para reducirla a un objeto muerto.

“Dondequiera que las energías intelectuales se hallen concentradas intencionalmente sobre lo externo, por tanto dondequiera que se trate de perseguir, constatar, aprehender, es decir, de aquellas funciones que se han espiritualizado, desde la primitiva satisfacción del animal hasta los métodos científicos para el dominio de la naturaleza, se tiende a prescindir, en la esquematización, del proceso subjetivo, y el sistema es afirmado como la cosa misma. El pensamiento objetivante implica, como el pensamiento enfermo, la arbitrariedad de un fin subjetivo ajeno a la cosa, olvida a ésta y le inflige desde entonces la violencia que más tarde deberá padecer en la práctica” (Horkheimer y Adorno 1944, 236).

La objetividad que el saber pretende es por lo tanto una parte muy limitada de la realidad, sólo aquella que se deja dominar. Excluye toda una serie de dimensiones de la realidad inmensurables. Esa supuesta objetividad no es, por lo tanto, más que una máscara que esconde una verdadera subjetividad, por más que ésta sea mayoritaria y dominante. Una subjetividad dominante disfrazada de objetividad que no se ha impuesto sin violencia. Que es, en su esencia, violación de la naturaleza (Horkheimer y Adorno 1944, 129-163).

 

La desobediencia, entre el saber y el poder 

Es en este contexto en el que saber y poder se entrecruzan en el que debe situarse el debate sobre la desobediencia en la educación. Simplificando mucho podríamos partir de la siguiente distinción: la educación basada en la obediencia reconoce el papel del poder en la definición del saber, mientras que la educación desobediente reivindica una radical independencia de saber y de poder. Así, en las instituciones más vinculadas al poder —el ejército, la iglesia— la enseñanza está basada prioritariamente en la obediencia, en el dogma, en la doctrina, en la autoridad, en el formalismo; mientras que en los sectores más libres de la sociedad —el arte, el anarquismo, la locura— saber y poder son términos irreconciliables. Jacques Derrida, al hablar de una Universidad sin condición, ha denominado a esta independencia del saber y del poder, a esta libertad en la educación por oposición a la obediencia dogmática, “libertad incondicional”:

“Dicha universidad exige y se le debería reconocer en principio, además de lo que se denomina la libertad académica, una libertad incondicional de cuestionamiento y de proposición, e incluso, más aún si cabe, el derecho de decir públicamente todo lo que exigen una investigación, un saber y un pensamiento de la verdad. [...] la universidad... como lugar de resistencia irredenta e incluso, analógicamente, como una especie de principio de desobediencia civil, incluso de disidencia en nombre de una ley superior y de una justicia del pensamiento” (1998, 9-10 y 19).

En todo caso ambas modalidades de pedagogía, por más que puedan distinguirse con nitidez en ciertos ámbitos, no deben entenderse como dos categorías excluyentes sino como dos polos en un espectro de posibilidades. De hecho ambas deben formar parte en distinto grado en los distintos modelos, fases o circunstancias. Como hemos dicho la tendencia del mundo es a que la naturaleza y el artificio, la realidad y el saber, se vayan haciendo cada vez más indistinguibles, que el mundo se vaya convirtiendo cada vez más en algo medio natural y medio artificial. Los transgénicos o las enfermedades inventadas en laboratorio son ejemplos de ello. Cada vez tiene menos sentido distinguir entre la realidad y el saber, en la medida en que nuestra realidad está cada vez más conformada por el saber. Creer que todavía existe naturaleza es probablemente una ilusión, un mito construido por la propia cultura; de nuevo, con algún tipo de intención.

En este contexto la obediencia, a través de diversas estructuras de poder, sigue jugando un papel central en el funcionamiento de la maquinaria. Obediencia de los ciudadanos al código de la circulación, obediencia de los usuarios a sus despertadores, obediencia de los pacientes a sus médicos... Pero ¿hasta dónde? ¿Y si algunas enfermedades se hubiesen inventado para controlar a la población? ¿Y si el estado de excepción que viene fuese el estado de excepción médica? Lo que trato de mostrar es hasta qué punto hoy el saber está constituido de poder. Nos dicen que el Ébola es una enfermedad y nos lo creemos. Porque nos lo dicen expertos. Por eso es tan importante hoy, llegado el caso, saber desobedecer.

Pero como decíamos obediencia y desobediencia no deben ser entendidos como opuestos, sino más bien como polos en los extremos de una gradación. La desobediencia sólo tiene sentido después de una larga obediencia. Los más insignes desobedientes, los más rebeldes, fueron aquellos que supieron a qué debían desobedecer, por qué desobedecían. Fueron obedientes que supieron desobedecer en un momento dado. Que aguantaron mucho tiempo antes de saber que debían desobedecer, que su responsabilidad, bajo determinadas circunstancias, era desobedecer. “¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice no”. […] ¿Cuál es el contenido de este “no”? Significa, por ejemplo, “las cosas han durado demasiado”, “hasta aquí bueno, más allá no”, “vais demasiado lejos”, y también, “hay un límite que no franquearéis”. (Camus 1951, 21). John Rawls lo plantea de manera similar como un conflicto de deberes (1971, 331). El desobediente apela a una responsabilidad, a su deber. Manning, Assange, Snowden, Silva.

Es evidente entonces que la desobediencia en educación, como la desobediencia civil a la que remite, es una forma de cuestionamiento del poder. Foucault ha sido uno de los pensadores que mejor ha mostrado cómo en el mundo contemporáneo el poder encarna el saber. La política se ejerce tanto, o más, en las aulas que en los parlamentos. No es que un profesor o un alumno tengan una u otra orientación política; es que la política constituye la verdadera naturaleza de la educación en todos sus aspectos, desde la definición de un determinado método hasta la forma de un pupitre. Hablar de obediencia y desobediencia en educación es por lo tanto hacerlo de política, y de la política que quizás más sentido tiene en nuestros días —“micropolítica” (Deleuze y Guattari 1980)— en que la otra política, la oficial, cada vez lo es menos.

La educación está por lo tanto siempre inscrita en estructuras de poder que la instrumentalizan de una manera u otra a su servicio, que tienen determinadas intenciones. El saber nunca es neutro, a pesar de lo que se pretenda hacer creer, a pesar de lo que se crea. Y es que dichas estructuras funcionan en buena medida en base a mecanismos de carácter religioso. El saber está así al servicio de alguien o de algo, de determinados grupos de poder, por más amplios o mayoritarios que puedan ser. O al servicio de visiones del mundo, categorías, nociones, métodos o criterios más o menos partidistas. Desobedecer pasa por lo tanto por conocer esas estructuras de poder que conforman tanto las instituciones como los discursos, y, esto es lo importante, posicionarse con respecto a ellas. Pasa por decidir si compartimos determinados valores, determinadas orientaciones, determinados métodos, o no, si los asumimos o los cuestionamos. Desobedecer en educación es al fin y al cabo una forma de activismo, de acción real en el juego de fuerzas que define el poder (Deleuze 1967, 59-104.).

Como decíamos, la necesidad de desobedecer se incrementa a medida que nos encontramos en un estadio más avanzado en el curso del saber, y así, si hay un ámbito en el que la desobediencia es imprescindible, es en el de la investigación. ¿Cómo no iba a ser obligado para un investigador desobedecer si su cometido es crear conocimiento? ¿Cómo no va a ser necesario desobedecer, ahora que cada vez es mayor la dependencia de la investigación del capital? De hecho, que una investigación entre en contradicción con los principios de una institución es un signo de que dicha investigación puede aportar algo que contribuya a modificar el estado de cosas dominante, de que podría aportar, no sólo un conocimiento muerto, como la mayoría de las investigaciones académicas hacen, sino actuar en la propia realidad, en la realidad viva y no en la letra muerta. Y aunque el objetivo central es actuar sobre el conocimiento, en este caso esto no puede hacerse sin hacerlo al mismo tiempo sobre las instituciones que dicen estar a su servicio. En otras palabras, desobedecer es también hacerlo a las estructuras académicas e institucionales, a los protocolos, a los formatos, a los formalismos, a las parafernalias.

 

A desobedecer no se enseña, se aprende

De hecho la distinción teórica de la que hemos partido entre educación obediente y educación desobediente, entre adoctrinamiento y verdadera enseñanza, nos sirve para identificar el poder que atraviesa una determinada institución o modalidad educativa. Decía Chomsky que el poder sólo se puede conocer confrontándolo. Cuanto más poder recorre una estructura educativa, más obediencia, más peso de la autoridad, más adoctrinamiento; cuanta más libertad, más verdadera enseñanza. Esto parece una perogrullada pero es el quid de la cuestión. Cuanto más se nos obligue a saber, cuanto más se pretenda imponer un saber, más debe desconfiarse de él, más poder no declarado enmascara ese saber. El poder casi siempre se enmascara, porque no quiere que se sepa que lo que lo constituye es violencia (Benjamin 1921). Y entre otras máscaras, una de sus favoritas es el saber. Sobre todo en la religión, la violencia más sublimada.

Aquí esta la clave para entender que el verdadero saber no se enseña sino que se aprende. El verdadero maestro no tiene nada que enseñar. Jacotot, El maestro ignorante, lo decía claramente: “Es necesario que les enseñe que no tengo nada que enseñarles.” (Rancière 1987, 24). Así, como criterio general, podemos decir que, una vez identificadas dichas estructuras de poder, a menudo a través de las formas en que se ejerce, y una vez que uno se ha posicionado con respecto a ellas, entonces, cuando toca, se debe desobedecer. El problema es que, como decíamos, este poder se enmascara detrás de otras muchas nociones, hasta el punto de que puede pasar inadvertido. El dogmatismo se disfraza de verdad, método, rigor, razón, objetividad, distanciamiento, disciplina, ritual. Aprender a desobedecer pasa por conocer hasta qué punto dichas nociones pueden ser utilizadas interesadamente como coartadas al servicio de estructuras de poder, como máscaras que esconden intereses menos nobles.

Debemos aclarar que cuando hablamos de desobedecer no nos estamos refiriendo únicamente a la relación profesor-alumno. Hemos hablado de que la educación se inscribe en estructuras de poder y de que obedecer o desobedecer suponen un posicionamiento activo o reactivo con respecto a las mismas (Deleuze 1967, 59-104). Pueden obedecer o desobecer tanto un profesor como un alumno, en distinto grado o en distinto nivel, porque desobedecer implica en todo caso hacerlo a la estructura de poder, cuestionarla, denunciar cuánto poder atraviesa un determinado saber. Aprender a desobedecer implica conocer hasta qué punto un saber se somete a un poder. Si, en el caso límite del adoctrinamiento, el saber se supedita por completo al poder, por el contrario, en el extremo de la libertad del saber, la estructura de poder debe estar ausente por completo. Todo esto puede aplicarse particularmente a su expresión más inmediata, la relación profesor-alumno. El profesor que enseña verdaderamente es, por definición, el que nos enseña a desobedecer, o mejor, el que nos permite que aprendamos a desobedecer. Sólo así se enseña, sólo así el alumno aprende lo que en un momento determinado le obligará a desobedecer. Después de todo la mejor garantía de que un alumno no se vea obligado a desobedecer, de que posponga indefinidamente su eventual desobediencia, es que su maestro no le obligue a obedecer. Así de simple es.

Un saber desobediente no sólo denuncia cuándo el saber oficial está demasiado tomado por el poder, sino que insiste en que la constitución esencial del saber es anárquica, que éste debería operar más allá y más acá del poder. Así es como entienden Deleuze y Guattari las “ciencias menores” (o “ambulantes” o “nómadas”) y lo que las distingue de las “mayores”:

“Lo que sí se pone de manifiesto en la rivalidad entre los dos modelos es que en las ciencias ambulantes o nómadas la ciencia no está destinada a tomar un poder, ni siquiera un desarrollo autónomo. Carecen de medios para ello... […] Cualquiera que sea su sutileza, su rigor, el “conocimiento aproximativo” sigue estando sometido a evaluaciones sensibles y sensitivas que hacen que plantee más problemas de los que puede resolver: lo problemático sigue siendo su único modelo” (1980, 103-112 y 378-379).

Otra cosa distinta es que el poder interprete esta actitud del saber radical como una amenaza para su hegemonía. Hasta qué punto una estructura educativa sea capaz de asumir las desobediencias es también un índice de su legitimidad, de su madurez democrática (Habermas 1985, 51-71). Eso falta hoy por desgracia en nuestros ámbitos supuestamente más “democráticos”.

Por lo tanto desobedecer al poder no es sólo rechazar nuestra obligación a obedecer sino también abstenerse de obligar a otros a que nos obedezcan. Saber no ejercer un poder. Algo que como veremos está implícito en la serie de desobediencias que vamos a proponer. Desobedecer la objetividad, el método, la neutralidad, la verdad deben entenderse en sentido estructural, es decir en ambos sentidos, en el de desobedecer y en el de enseñar a desobedecer, es decir en el de permitir que otros desobedezcan, que aprendan a desobedecer. O, en otras palabras, apelar a su responsabilidad. Esto tiene la mayor importancia en un momento en el que el sistema se está volviendo cada más delirante y exige la obediencia ciega, en un momento en el que cada vez más profesionales son despedidos por hacer bien su trabajo. Lo estamos viendo cada día en un ámbito tan prostituido como el periodismo. En este contexto, cada vez más, nuestra responsabilidad debe ser desobedecer. Casi podría decirse que lo más importante que está ocurriendo hoy en el mundo está en el ámbito de la desobediencia.

Esta disolución de la estructura profesor-alumno pone de manifiesto que, de hecho, desobedecer es desubjetivizarse, ponerse en el lugar del otro. Ese posicionamiento político al que nos hemos referido, necesario para saber desobedecer, tiene que ver con esta desubjetivación consustancial al verdadero saber. La cuestión es ¿estamos inmersos en la estructura de poder, en una determinada posición en la jerarquía, sometidos a determinadas fuerzas de poder, o, como parece que correspondería a una verdadera neutralidad e independencia del saber, estamos más allá, por encima, o por debajo, de dicha estructura de poder? O mejor, siendo más realistas, puesto que nunca es posible renunciar del todo a formar parte de esa estructura, ¿sabemos abstraernos de nuestras condiciones personales concretas en la jerarquía de poder, para ponernos en un lugar incluso más incómodo? ¿Sabemos renunciar a nuestros privilegios para denunciar los que les han sido arrebatados a otros? ¿Estamos en nuestro sitio —esta expresión tan rancia, tan militar—, o por el contrario, estamos del lado de los sometidos, de los marginados, de los “anómalos”? Esto es lo que hizo Foucault en toda su obra, por ejemplo al ponerse del lado de los “infames” (1977, 121- 137). O Agamben, al querer dar testimonio de los que no pudieron hacerlo (Agamben 1999) (Didi-Huberman 2003).

 

Desobedecer la neutralidad

Hemos visto que el saber pretende presentarse como neutral, como inofensivo, pretende estar del lado del bien o en todo caso más cerca del bien que del mal. Herencia cristiana del saber occidental. Y sin embargo esta pretendida neutralidad le sirve al saber oficial para legitimar su toma de posición junto al poder. Adorno y Horkheimer han mostrado que la razón en Occidente ha estado estrechamente vinculada con la visión del mundo burgués, que persigue en última instancia la dominación de la naturaleza y el sometimiento de unos hombres por otros de acuerdo a prioridades materiales:

“La enfermedad de la razón radica en su propio origen, en el afán del hombre de dominar la naturaleza.” (Max Horkheimer en Horkheimer y Adorno, 1944, 12) “El saber, que es poder... La técnica es la esencia de tal saber. Éste no aspira a conceptos e imágenes, tampoco a la felicidad del conocimiento, sino al método, a la explotación del trabajo de los otros, al capital. [...] Lo que los hombres quieren aprender de la naturaleza es servirse de ella para dominarla por completo, a ella y a los hombres. [...] La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. Éste los conoce en la medida en que puede manipularlos. El hombre de la ciencia conoce las cosas en la medida en que puede hacerlas” (60 y 64).

Como la “acumulación primitiva” (Marx 1867, 363-365) o la deuda ilegítima, la neutralidad del saber está constituida, detrás de su aparente inocuidad, por “violencia sistémica” (Zizek 2008, 19-53). Desobedecer la neutralidad significa confrontar esta “violencia sistémica”; y así, a pesar de que la no violencia es una de las características definidoras de la desobediencia (Rawls 1971, 332), esta confrontación implica un mínimo de violencia recíproca, aunque sólo sea en su apariencia, en su pose, un mínimo de subversividad. De hecho esta supuesta neutralidad del saber oficial responde en buena medida a la necesidad de la institución de guardar las formas para, de esta manera, disimular mejor dicha “violencia sistémica” subyacente. Hablamos de esa corrección tan peligrosa de los diplomáticos, de los abogados, de los políticos... Desobedecer esta corrección es tocar un poco los cojones, si se nos permite esta grosería como ejemplo concreto de desobediencia a la corrección.

 

Desobedecer la objetividad

Decíamos que una de las principales máscaras detrás de la que se oculta el dogmatismo es la objetividad, uno de los principales mitos del saber dominante. Pero no debe olvidarse que el lugar privilegiado que esta pretendida objetividad ha llegado a ocupar en el mundo occidental, particularmente protegida por los logros científicos, es inseparable de la represión por parte del poder de toda forma alternativa de saber. Y ello a pesar de que, en rigor, no hay forma de comparar objetivamente el valor de unas formas de saber y de otras. Son “inconmensurables”. ¿Quién podría afirmar, al margen de los intereses de un grupo de poder determinado, que la ciencia burguesa es mejor que la magia o que la alquimia?:

“Una persona práctica, interesada por el poder sobre el universo material y convencida de que la ciencia va a suministrarle tal poder, tendrá mayor estima de la ciencia. [...] Pero para una persona espiritual, interesada en el bienestar de las almas, la ciencia podrá ser un tremendo ejercicio de futilidad...” (Feyerabend 1987, 121; cfr. 110-111).

La verdadera cuestión es ¿mejor para qué? ¿mejor para quién? La ciencia o la filosofía no son más —ni menos— que dos de las numerosas modalidades de saber, como el mito, la religión, la astrología, el tarot o la brujería; “inconmensurables” desde un punto de vista objetivo. En otras palabras, no es posible decidir objetivamente sobre el valor de unas o de otras, de unas con relación a las otras. En última instancia, el prestigio que cada una ostenta responde a una ideología, presupone valores subjetivos. El lugar privilegiado otorgado por el hombre occidental a la ciencia remite en última instancia a una valoración subjetiva, a la preeminencia de lo práctico, del objetivo de dominar la naturaleza.

“...los argumentos en favor de la ciencia o del racionalismo occidental emplean siempre ciertos valores. Preferimos la ciencia, aceptamos sus productos, los atesoramos porque están de acuerdo con dichos valores. Ejemplos de valores que nos hacen preferir la ciencia a otras tradiciones son la eficiencia, el dominio de la naturaleza, la comprensión de ésta en términos de ideas abstractas y de principios compuestos por ellas. Sin embargo siempre hubo y sigue habiendo valores muy distintos...” (Feyerabend 1987, 60). “...la ciencia continúa reinando de modo soberano. Reina de modo soberano porque sus seguidores son incapaces de comprender, y están mal dispuestos a pactar con, ideologías distintas; porque tienen el poder de conseguir sus exigencias, y porque emplean este poder del mismo modo que sus antepasados emplearon su poder para imponer el Cristianismo a los pueblos que encontraban a lo largo de sus conquistas” (Feyerabend 1975, 293-294).

Por lo tanto, si la aparente objetividad no es más que una forma dominante de subjetividad que se ha impuesto de forma violenta, desobedecer a la objetividad es denunciar el privilegio de esas categorías supuestamente objetivas y reivindicar nuestro derecho a la subjetividad, a lo minoritario. Cuestionar la objetividad significa también cuestionar la estructura académica clásica sujeto investigador-objeto investigado que domina en la enseñanza (Colectivo Situaciones). Deleuze y Guattari han mostrado cómo esta estructura remite a otras estructuras de poder que distinguen entre gobernantes y gobernados, intelectuales y trabajadores, forma y materia:

“La respuesta del Estado [a los compagnons] es dirigir las obras, introducir en todas las divisiones del trabajo la distinción suprema de lo intelectual y lo manual, de lo teórico y lo práctico, copiada de la diferencia “gobernantesgobernados”. […] La ciencia real es inseparable de un modelo “hilomórfico”... a menudo se ha mostrado cómo este esquema derivaba no tanto de la técnica o de la vida como de una sociedad dividida en gobernantes-gobernados, luego en intelectuales-manuales” (1980, 374).

 

Desobedecer la verdad

Junto a la objetividad, la verdad es otro de los mitos más sólidos de nuestra cultura educativa. “La verdad ha sido siempre planteada como esencia, como Dios, como instancia suprema...” (Friedrich Nietzsche, en Deleuze 1967, 134- 135). Y de nuevo ¡cuánto sufrimiento ha tenido que causar la verdad para imponerse! Y es que, de la misma manera que la objetividad no es más que una subjetividad dominante, la verdad no es otra cosa que una ficción escenificada por el poder para justificarse:

“El aprendizaje verdadero, en efecto, tiene que ver con descubrir la verdad, no con la imposición de una verdad oficial; esta última opción no conduce al desarrollo de un pensamiento crítico e independiente. La obligación de cualquier maestro es obligar a sus estudiantes a descubrir la verdad por sí mismos...” (Chomsky 2012, 29).

Una ficción oficial, pero una ficción al fin y al cabo. En un mundo cada vez más complejo, cualquier intento de aprehensión de la realidad obliga a recurrir a algún tipo de mediación, de manera que el poder construye ficciones cada vez más sofisticadas que vende como verdades. En este contexto, desobedecer a la verdad significa denunciar estos mecanismos escénicos y reivindicar el derecho a confrontar estas verdades aparentes con posiciones que, no por ser minoritarias, son más ficticias que las oficiales. Desobedecer la verdad supone hacer de la ficción una forma de saber tan valiosa como las supuestas verdades. ¿Acaso no fueron Kafka u Orwell también historiadores, sociólogos, politólogos, profetas? Porque el tiempo oficial también es una ficción. Desobedecer la verdad es convertir en saber los métodos de la ficción, particularmente los de los movimientos que más subvirtieron el poder, el Dadaísmo, el Surrealismo, el Situacionismo, la Patafísica: la glosolalia, el “cadáver exquisito”, el “automatismo”, el azar, el “método paranoico-crítico”, el collage, el montaje, el détournement, la “coincidencia de los opuestos”.

 

Desobedecer la disciplina

De la misma manera que no es posible hablar de enseñanza sin hacerlo de las estructuras de poder que la conforman, la partición del saber en diferentes disciplinas constituye otra de las formas en que se intersecan poder y saber. De nuevo ha sido Foucault uno de los que mejor ha mostrado cómo ambos se entrelazan en las distribuciones disciplinares y en los objetos de los que cada una de ellas se ocupa. Sin embargo, no ha habido gran pensador que no haya sido en mayor o menor grado transdisciplinar, que no haya cuestionado y reconfigurado dichas particiones. Desobedecer la disciplina se convierte por lo tanto en una condición básica, no sólo si se pretende comprender —porque dichas particiones persiguen, entre otras cosas, impedir que se comprenda—, sino, también, aportar algo. Y hablar de desobedecer la disciplina es hablar de desobedecer los sistemas, las clasificaciones, las nomenclaturas, las definiciones, las etimologías, las listas oficiales, los prohibidos, las censuras, los prestigios, los premios... en muchos casos, mecanismos de los que se sirve el poder para ejercerse y excluir de una manera más o menos explícita, toda forma alternativa de saber. Desobedecer es devolver un premio oficial, hacer de la devolución una obra de arte, como hizo Santiago Sierra. Un acto muy valioso: 30.000 euros.

 

Desobedecer el distanciamiento

Desobedecer la objetividad o la neutralidad es también desobedecer el distanciamiento. Un saber que se distancia de la realidad es un saber muerto. El verdadero saber requiere estar alimentándose permanentemente de realidad, de lo que no es saber, del “afuera” tal como ha sido planteado por Foucault (1966) o por Derrida:

“Esto afecta entonces al límite mismo, entre el afuera y el adentro, especialmente en la frontera de la universidad misma y, dentro de ella, de las Humanidades. [...] En las Humanidades, se piensa que no podemos ni debemos dejarnos encerrar en el adentro de las Humanidades. [...] Es en ese límite siempre divisible, es a ese límite al que le ocurre lo que ocurre. Él es el que queda afectado por ello y el que cambia. Él es el que, porque es divisible, tiene una historia. Este límite de lo imposible, del “quizá” y del “si”: ése es el lugar en donde la universidad divisible se expone a la realidad, a las fuerzas de fuera (ya sean culturales, ideológicas, políticas, económicas u otras). Ahí es donde la universidad está en el mundo que trata de pensar. En esa frontera ha de negociar pues, y organizar su resistencia. Y asumiendo sus responsabilidades” (1998, 75-76).

Este distanciamiento funciona de hecho como coartada para aislarse de una realidad exterior incómoda o difícilmente aprehensible, para eludir el compromiso con “lo que ocurre”, para evitar todo contagio en cualquiera de los dos sentidos, para mantener artificialmente la separación y la inocuidad de lo que pasa y de lo que se piensa. En definitiva, para perpetuar los privilegios de poder adquiridos. Así, como hemos visto con Kafka u Orwell, a esta necesidad de incorporar el “afuera” en el saber ha sido más sensible la literatura o el arte que el saber más serio, y por eso mismo son preferentemente marginados del saber oficial. Se sigue considerando más correcto citar a Kant que a Leopoldo María Panero, por poner un ejemplo, en una tesis. O a las Pussy Riot. En este sentido vuelve a justificarse la desobediencia a la verdad y la legítima revalorización de la ficción como forma de aprehensión y cuestionamiento de la realidad.

 

Desobedecer el método

Toca ahora desobedecer el método. Nietzsche entendió que el método es precisamente lo que le impide a un intelectual pensar verdaderamente. “No un método sino una paideia, una formación, una cultura” (Deleuze 1967, 152- 155). El método es otra coartada para ocultar incompetencia, pereza, falta de lucidez, para rellenar informes y solicitar financiaciones, para poder controlar, fiscalizar, registrar, censurar. Para saber qué escribir cuando no se tiene nada que decir. Para aparentar. La academia recurre al método para la comodidad y la manejabilidad, y sobre todo para impedir que se haga algo de interés. El método le sirve al poder para perpetuarse y ejercerse y cualquier investigación sin método —reconocible— se convierte en una amenaza al poder con la que éste no sabe qué hacer. Y sin embargo, no hay investigación de importancia que se base en un método. “Las condiciones externas establecidas [para el científico] por los hechos de la experiencia no le permiten restringirse él demasiado en la construcción de su mundo conceptual adhiriéndose a un sistema epistemológico” (Albert Einstein, en Feyerabend 1987, 20-22). Si acaso, varios métodos, o una constelación de métodos, o un método que se está permanentemente transformando, o un método que se acompaña de excepciones, o un método, pero sólo al final, o... Feyerabend ha mostrado que en última instancia todos los grandes científicos fueron “anarquistas epistemológicos”:

“El mundo en que vivimos es demasiado complejo para ser comprendido por teorías que obedecen a principios (generales) epistemológicos. Y los científicos, los políticos —cualquiera que intente comprender y/o influir en el mundo—, teniendo en cuenta esta situación, violan reglas universales, abusan de los conceptos elaborados, distorsionan el conocimiento ya obtenido y desbaratan constantemente el intento de imponer una ciencia en el sentido de nuestros epistemologistas” (1987, 70).

Incluso un epistemólogo mucho menos radical que Feyerabend como Thomas Kuhn, reconoció implícitamente en su teoría de las “revoluciones científicas”, que éstas no podían producirse sin desobedecer, es decir, sin que los nuevos “paradigmas” incorporaran “anomalías” que habían sido excluidas de los “paradigmas” anteriores, precisamente por no cumplir las reglas (1962, 92). Una lectura atenta de su texto pone de manifiesto la importancia de las “anomalías”, es decir, de la desobediencia, en el saber. Los científicos que aportaron algo a los nuevos “paradigmas”, fueron aquellos que dijeron ¿y si desobedeciésemos esta norma, y si retomásemos aquella idea que se desechó, aquella “anomalía”...? Pero como decíamos en general para la desobediencia, no se trata de prescindir sistemáticamente de los métodos, sino de saber desobedecerlos a tiempo. Esta carencia, en el sentido estricto, de un método, incluso en la ciencia más rigurosa, esta “anarquía epistemológica” en la que Feyerabend basa toda gran teoría científica, pone en cuestión las fronteras entre las ciencias y las artes, de modo similar a como cuestionábamos antes la distinción entre verdad y ficción:

“...la ciencia en su mejor aspecto, es decir, la ciencia en cuanto es practicada por nuestros grandes científicos, es una habilidad, o un arte, pero no una ciencia en el sentido de una empresa “racional” que obedece estándares inalterables de la razón y que usa conceptos bien definidos, estables, “objetivos” y por esto también independientes de la práctica” (1987, 32).

Así, Feyerabend propone una forma de entender la ciencia pluralista, integradora, al considerar que la investigación está integrada por un conjunto heteróclito de elementos, “normas obtenidas de experiencias anteriores, sugerencias heurísticas, concepciones del mundo, disparates metafísicos, restos y fragmentos de teorías abandonadas... […] … la ciencia se encuentra mucho más cerca de las artes (y/o de las humanidades) de lo que se afirma en nuestras teorías del conocimiento favoritas” (1975, XV-XVI; cfr. Deleuze y Guattari 1991, 15-27).

 

Desobedecer el rigor

Otro de los mitos del pensamiento dominante en la educación, todavía demasiado cartesiana, es el del rigor o la claridad. El pensamiento “claro y distinto”. Nos parece ver todavía a Luis XIV acompañado de su séquito, por los pasillos de Versalles, cuando escuchamos a algunos dinosaurios académicos hablar de rigor. Detrás del rigor vuelve a estar la política agazapada esperando a salir a escena. Como la objetividad o el método, este rigor persigue materializar el saber producido en una forma que pueda ser utilizada, incluso en un sentido distinto al que fue concebido, por la estructura de poder. Este rigor es central en la ciencia, la disciplina cómplice del poder por excelencia. Radioactividad y bomba atómica. Cuando no de nuevo una coartada para justificar la simpleza y la falta de complejidad y profundidad. La realidad es más compleja y más confusa que cualquier claridad teórica, y a menudo, los pocos que son capaces de acercarse a tal complejidad son demonizados por un sistema heredero de los prejuicios clásicos: tanto de los cristianos como de los antiguos, en definitiva del privilegio dado al orden frente al caos.

“Sin “caos”, no hay conocimiento. Sin un olvido frecuente de la razón, no hay progreso. Las ideas que hoy día constituyen la base misma de la ciencia existen sólo porque hubo cosas tales como el prejuicio, el engaño, la pasión; porque estas cosas se opusieron a la razón; y porque se les permitió seguir su camino” (Feyerabend 1975, 6 y 106; cfr. 1989, 66-67).

Frente a este saber formal una enseñanza desobediente se parece más al aprendizaje de los niños, para los que nociones como complejidad, indefinición, proceso, transitoriedad son fundamentales (Feyerabend 1975, 245 y 253-254). Gilles Deleuze ha mostrado que no tiene sentido definir un concepto si no es con relación a otros, que toda nueva teoría consiste en una nueva constelación de elementos, de manera que estos no adquieren su pleno sentido hasta que el conjunto se ha formado (1991). Así, sobre todo en la enseñanza, desobedecer la claridad significa permitir ámbitos razonables de confusión, de indefinición, “periodos de respiro” imprescindibles para que algo nuevo surja. ¡Cuántos talentos ha desperdiciado la academia!

“...lo que significa que se ha de aprehender a argumentar con términos inexplicados y a usar sentencias para las que todavía no hay disponible ninguna regla de uso clara. Exactamente como un niño, que empieza usando palabras sin comprenderlas, que va añadiendo más y más fragmentos lingüísticos incomprensibles a su actividad lúdica, descubre el principio de dar sentido sólo después de haber sido activo de esta forma durante mucho tiempo —la actividad es un presupuesto necesario para la floración final del sentido—...” (Feyerabend 1975, 250; cfr. 170-175; 1989, 49).

Todos reconocemos cuando alguien está con algo, cuando alguien tiene algo entre manos, a pesar de que todavía no pueda definirlo con claridad. El pretexto de la falta de rigor, como hemos visto para otras nociones caras al saber oficial, vuelve a esgrimirse a menudo más por incompetencia de la estructura de poder o por cautela ante la capacidad de ese saber en ciernes de decir algo incómodo para el establishment, que por motivos más nobles.

El rigor castra el deseo. Y sin embargo, tanto la religión, una institución tan importante para el saber y las formas de la pedagogía, como la filosofía, han necesitado permanentemente del impulso del deseo. Foucault nos ha hablado de ello en su Historia de la Sexualidad (1984). Las instituciones se apropian de esta tensión y la ritualizan, inmovilizando cualquier erotismo de signo contrario que pueda amenazarlas (Bustamante 2014a). Lo que Elias Canetti dijo de las jerarquías religiosas, de sus formas, de sus rituales, de su “lentitud” (1960, 146-150), puede aplicarse con todo sentido a las instituciones de enseñanza y particularmente a la academia. Hasta qué punto, en ámbitos más esclerotizados, las formas de este ritual pasan a convertirse en lo más importante en perjuicio de los contenidos, es un índice fundamental para valorar la oportunidad de desobedecer.

“No se puede desconocer que en el ámbito religioso hay una parecida tendencia al desplazamiento del valor psíquico, y por cierto en el mismo sentido, de suerte que poco a poco las minucias del ceremonial se convierten en lo esencial de la práctica religiosa, en detrimento de su contenido de ideas” (Freud 1907, 108-109).

Para ello, este erotismo imprescindible para el saber puede utilizarse en sentido contrario. Teniendo en cuenta la relación de rivalidad sublimada que constituye en el fondo la relación maestro-discípulo. ¿Cómo no iba a ser precisamente el erotismo, la fuente fundamental de la transgresión —otro nombre para la desobediencia— imprescindible para reencontrar el sentido y la unidad a constelaciones de saber obsoletas?

“La ciencia estudia cada cuestión aisladamente. Acumula trabajos especializados. Creo que el erotismo tiene para los hombres un sentido que la manera científica de proceder no puede proporcionar. […] Lo que está en juego en el erotismo es siempre una disolución de las formas constituidas. Repito: una disolución de esas formas de vida social, regular, que fundamentan el orden discontinuo de las individualidades que somos. Pero en el erotismo... la vida discontinua no está condenada... a desaparecer: sólo es cuestionada. Debe ser perturbada, alterada al máximo. [...] Se trata de introducir, en el interior de un mundo fundado sobre la discontinuidad, toda la continuidad de la que este mundo es capaz” (Bataille 1957, 12 y 23; cfr. 42).

En este sentido la desobediencia en la educación o en el conocimiento puede ser también interpretada como la transgresión del saber, la gran fiesta del saber que se permite poner patas arriba todo el orden preexistente para poder volverlo a ordenar. La fiesta sagrada que da sentido a todo lo profano. Esta es la provocación, la erótica del saber (Bataille 1957) (Caillois 1939). De hecho esta dimensión festiva de la desobediencia se corresponde con una de sus características definitorias en el ámbito jurídico: su publicidad, su espectacularidad, su carácter “escandaloso”. La desobediencia debe ser pública porque persigue la denuncia de injusticias de orden general, porque busca la complicidad de otros a los que tal situación también incumbe (Rawls 1971, 332; Habermas 1985, 51, 71). Y por ello recurre a una cierta teatralidad que puede entenderse como de signo opuesto a la escenificación del poder. En definitiva, la desobediencia es, también, un ritual sacrificial (Girard 1972), pero de signo contrario.

 

Desobedecer la cordura

Y llegamos así a la última de las desobediencias necesarias, llegado el caso: la desobediencia a la cordura. Foucault ha mostrado cómo la locura ha jugado un papel central en Occidente para la definición de la razón, como la línea que separa razón y sinrazón es, en buena parte, moral, social, política (1964). Quien decía lo que era locura no era un criterio independiente de conocimiento sino una sociedad definida por una moral a la que esta locura perturbaba. La desobediencia en el saber no puede entonces renunciar a la locura como límite extremo de su acción. Esa artificialidad del saber, ese estar demasiado constituido por poder, la locura nos lo indica de una manera especialmente elocuente. Decíamos que sólo tiene sentido la desobediencia desde el momento en que en la educación se ha ido demasiado lejos, desde el momento en que se ha hecho demasiado dogmática. Y es que justamente la locura funciona como un índice análogo de la armonía de una cultura, por decirlo de alguna manera (Foucault 1964, II, 55-56 y 275). La locura nos está avisando permanentemente de nuestros excesos. El delirio sería entonces una forma, quizás la más extrema, de desobedecer. Pero aquí se trata de delirar operativamente, como si. Entre las locuras, la psicosis paranoica ofrece un potencial privilegiado. Nuestro proyecto Delirious Heterotopias (Bustamante 2014) trata de ello. Sólo nos resta desear al lector, para la salud de nuestra educación y de nuestro saber, una responsable desobediencia, pero sólo si debe hacerlo.

Más sobre Pedro Bustamante:

Aprender a desobedecer (PDF)

Androginización versus Heteroarcado (PDF)

Exégesis Diario

Redacción de Exégesis Diario
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